Antes de que se confirmara la trágica noticia del fallecimiento de nuestro querido Ozzy Osbourne (sigo sin aceptar que el “Madman” nos ha dejado), me encontraba elaborando esta reseña de “Sabotage” con motivo del 50 aniversario de su publicación. Me gustaría que este escrito sirviera tanto para reivindicar una de las obras más ambiciosas y complejas de Black Sabbath, como para rendir homenaje, una vez más, a mi adorado Ozzy, uno de los personajes más carismáticos y únicos que nos ha dado el Metal.
A menudo relegado a un segundo plano frente a gigantes como “Paranoid” o “Master of Reality”, “Sabotage” merece una reevaluación seria y profunda. Es, sin duda, uno de los trabajos más densos, brutales y emocionalmente intensos del grupo. No es el más accesible, ni el más celebrado, pero sí el más feroz. Nacido en plena vorágine de demandas legales y traiciones empresariales, este álbum representa el sonido de una banda acorralada y herida… y precisamente por eso, con la necesidad urgente de volver a mostrar los dientes al mundo.
Para 1975, Sabbath ya no era aquella formación misteriosa que emergía de la niebla industrial de Birmingham, sino una de las agrupaciones más influyentes del planeta, cimentada en la excelencia de sus cinco primeros discos. Pero el éxito no vino sin un precio: conflictos contractuales, agotamiento tras extensas giras y la sensación de haber sido manipulados por su entorno derivaron en frustración y furia. “Sabotage” —título elegido precisamente por sentirse saboteados— fue concebido en ese ambiente, entre litigios, discusiones y sesiones de estudio interrumpidas constantemente.
Y sin embargo —o quizás por eso mismo—, el álbum contiene algunas de las interpretaciones más crudas y sinceras de toda su discografía. Tony Iommi brilla, alternando riffs opresivos con pasajes más progresivos; Geezer Butler saca a relucir su pluma más ácida y nihilista, mientras Ozzy Osbourne canta con una mezcla de angustia y furia pocas veces vista en él. Bill Ward, como de costumbre, aporta una elegancia rítmica que equilibra la intensidad del conjunto.
La portada de “Sabotage” es, sin duda, una de las más comentadas y parodiadas en la historia del rock. A primera vista resulta desconcertante: una composición asimétrica, con intención gótica pero sorprendentemente colorida, donde los cuatro miembros de la banda posan ante un espejo que refleja sus cuerpos de forma parcial. Lo que más llama la atención, sin embargo, es la extravagante vestimenta que llevan. Según ha contado el propio Geezer Butler en más de una ocasión, se vistieron de esa manera “por diversión”, pensando que aquellas fotos nunca formarían parte de la portada final.
Pasemos, pues, a explorar el contenido musical de este disco imprescindible.
“Hole In The Sky”, una de mis canciones favoritas del grupo, arranca el álbum con un comienzo fulminante y épico. El riff principal transmite una urgencia casi punk, mientras Ozzy grita contra la alienación y la desconexión, alcanzando unos agudos absolutamente demoledores. Merece especial atención el martilleante ritmo de batería impuesto por Bill, reforzado por un bajo aún más pesado de lo habitual por parte de Geezer. Es Sabbath en su forma más directa: sin adornos, como un puñetazo. Tras poco más de tres minutos de intensidad, la canción termina de forma abrupta, casi violenta, enlazando con el siguiente corte como si el vinilo estuviera rayado intencionadamente.
Luego llega “Don’t Start (Too Late)”, un breve y delicado interludio instrumental donde Iommi demuestra su enorme sensibilidad con la guitarra acústica, antes de que el infierno se desate con el glorioso riff de la celebérrima “Symptom of the Universe” (no en vano considerada precursora del Thrash Metal). Esta pieza encapsula la furia del álbum y ofrece otra interpretación vocal memorable de Ozzy. Ward añade pequeños fills de batería que solo están al alcance de los grandes, mientras Iommi, más allá del ya mítico riff inicial, dispara otros tantos, junto a punteos y un solo repleto de efectos, de altísimo nivel técnico, que alteran el ritmo de la canción, reafirmando por enésima vez por qué es uno de los guitarristas más influyentes de la historia (o directamente el más grande). Si pensabas que el tema no podía sorprender más, espera a sus dos finales acústicos con tintes psicodélicos, como si el universo colapsara en armonía. Una exploración del caos cósmico que marcaría escuela y se convertiría en un clásico indiscutible del grupo.
Con sus más de nueve minutos de duración, “Megalomania” cambia por completo el ritmo del disco y nos sumerge en la faceta más progresiva de la banda, algo que ya habían comenzado a explorar en “Sabbath Bloody Sabbath” (1973). A lo largo de esta composición encontramos pasajes oscuros y teatrales —como ese inicio depresivo que Ozzy canta con desgarrador dramatismo—, así como secciones más crudas y directas (véase el riff que introduce Iommi hacia el tercer minuto), especialmente marcadas en la segunda mitad. El trabajo instrumental es exquisito, con cambios constantes de ritmo que, aun así, fluyen con naturalidad gracias a un Ozzy desatado, que aquí nos habla de la locura, el aislamiento y el colapso existencial.
Llegamos a una de las joyas ocultas del catálogo sabbathiano. Me resulta incomprensible que “The Thrill of It All” no sea reconocida como un clásico (tampoco ayudó que no la tocaran en directo). Estamos ante una poderosa pieza de Heavy Metal cimentada en un riff más sólido que el acero, que da paso, minutos después, a una segunda mitad de mayor carga melódica, con algunos arreglos de piano incluidos. La letra, otra joya existencialista de Geezer, reflexiona con ironía sobre la pérdida de la fe. Me fascina la forma en que Ozzy canta aquí, recurriendo a esos registros juveniles y agudos que tanto nos entusiasmaron durante los años 70.
Volvemos a terrenos progresivos con “Supertzar”, una rareza instrumental que fusiona un riff apocalíptico con coros ominosos. Durante casi cuatro minutos, la banda se acerca a lo sinfónico, anticipando el metal épico de generaciones posteriores. El tema funciona como un ritual sonoro que oscila entre lo celestial y lo macabro. Otra prueba de hasta dónde podían llegar estos músicos en su etapa más creativa.
¿Y qué decir de la desconcertante “Am I Going Insane (Radio)”? No es de extrañar que muchos fans quedaran perplejos al oír por primera vez este tema tan extraño y, al mismo tiempo, accesible. Hay algo de Pop en su ritmo pegadizo, pero para mí se mueve más en lo psicodélico. Basta con prestar atención a los teclados de fondo, la peculiar interpretación vocal de Ozzy o el hipnótico solo de Iommi para darse cuenta de que Sabbath no buscaba la comercialidad. La risa distorsionada del final es inquietante. Un corte tan perturbador como adictivo.
Y llegamos al cierre con otra joya infravalorada del repertorio: “The Writ”, una composición cambiante (con momentos rockeros, acústicos y teatrales) y llena de rabia, que Geezer escribió como feroz denuncia contra su exmánager Patrick Meehan, quien acababa de demandarlos. Ozzy no se guarda nada y canta con una furia desgarradora, como si exorcizara su traición en cada frase. Me obsesionan esos pasajes hipnóticos donde solo escuchamos el bajo distorsionado de Butler, como si estuviera acechando en la penumbra, listo para atacar. Iommi, una vez más, despliega su arsenal de riffs, siendo junto a Bill Ward el principal artífice de los constantes cambios de ritmo que marcan estos ocho minutos finales.
CONCLUSIÓN
“Sabotage” no es un disco fácil. Es incómodo, contradictorio, emocionalmente volátil… y justamente por eso, tan necesario. No busca agradar: busca liberar demonios, desahogarse y encontrar un poco de claridad en medio del caos. Es la obra de una banda al borde del colapso que encuentra en la furia su último combustible. Puede que no tenga la cohesión conceptual de “Sabbath Bloody Sabbath” ni la crudeza seminal del debut, pero “Sabotage” es, en muchos sentidos, el álbum más humano y brutalmente honesto de Black Sabbath. Y por eso no puedo darle otra nota que no sea un sobresaliente.
Pronto llegarían las dos últimas obras del grupo con Ozzy Osbourne en esta primera etapa, “Technical Ecstasy” y “Never Say Die”, que también merecen su reivindicación (no somos conscientes de la magia que esconden ambos LPs).
Hoy, casi medio siglo después, sigue sonando con una relevancia asombrosa. Porque mientras existan traiciones, rabia e incertidumbre, este disco —y la música de Black Sabbath en general— seguirá siendo el sonido de los que no se rinden… incluso cuando todo parece haber sido saboteado.
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