Ozzy Osbourne, el “Príncipe de las Tinieblas”, ya no está con nosotros. El mundo del rock y del heavy metal llora la partida de uno de sus grandes fundadores, el hombre que —junto a Black Sabbath— transformó para siempre el sonido, el lenguaje y la actitud de toda una cultura. Más que una estrella, fue un mito viviente: excéntrico, provocador, a veces trágico, pero siempre auténtico. Su voz —áspera, inconfundible, casi espectral— se convirtió en emblema de rebeldía, vulnerabilidad e inmortalidad artística.
Su
muerte no ha llegado sin un adiós: hace apenas dos semanas, el “Madman” pudo
cerrar el círculo. Lo hizo en casa, en Birmingham, sobre un escenario,
acompañado por sus hermanos de Black Sabbath y un buen puñado de amigos que,
durante más de diez horas, celebraron su legado mientras recaudaban la
impresionante suma de 180 millones de euros para distintas asociaciones
benéficas. Un último show íntimo, sentido y conmovedor, donde las lágrimas se
confundieron con riffs eternos y las ovaciones lo arroparon como lo que fue: un
héroe del pueblo. Pudo despedirse de sus fans a su manera, rodeado de quienes
lo ayudaron a forjar un nuevo lenguaje musical hace ya más de cinco décadas.
Pero
su herencia no se agota en Sabbath. La trayectoria solista de Ozzy fue igual de
revolucionaria. Mientras muchos quedaban en el olvido o caían en la repetición,
él supo reinventarse sin renunciar a su esencia. Atrajo jóvenes talentos,
exploró nuevos sonidos y mantuvo una sorprendente vitalidad creativa. Siempre
supo encontrar una nueva vía cuando todo parecía agotado.
Una
de esas rutas fue No More Tears (1991), un álbum que marcó su renacer
artístico y espiritual. Ozzy se encontraba entonces en un punto crucial: sobrio
por primera vez, limpio tras años de excesos autodestructivos, y rodeado de
colaboradores de primer nivel como Zakk Wylde a la guitarra, Bob Daisley en la
composición y, nada menos, que el legendario Lemmy Kilmister (dicen las malas
lenguas que ya está junto a Ozzy liándola en el infierno) como letrista en
varios temas clave. Incluso Slash se unió a las sesiones, aportando una nueva
dimensión a una obra que combinó fuerza, melancolía y una honestidad brutal. No
puedo dejar de mencionar a dos músicos esenciales que completan esta formación:
Randy Castillo (D.E.P.) en la batería y el talentoso bajista Mike Inez (Alice
In Chains).
El
viaje comienza con “Mr. Tinkertrain”, una apertura provocadora con un riff
juguetón que contrasta con la sombría temática del abuso infantil, narrada
desde la mente de un depredador. Ozzy dramatiza el personaje con una mezcla de
teatralidad y sarcasmo (no puede sonar más perturbadora esa inicial “¿quieres
caramelos niña? Acércate”) que resuena a través de su inconfundible voz
quebrada. Fue polémica en su momento, pero demuestra que aún se atrevía a
abordar lo incómodo. Si a esto le añadimos un videoclip con escenas del film de
culto M, el vampiro de Düsseldorf (1931), no se puede ser más macabro.
Le
sigue “I Don’t Want to Change the World”, uno de los cortes más directos y
agresivos del disco, gracias al formidable riff principal de Wylde y al
posterior solo punzante que se marca. Ozzy canta con actitud desafiante una
letra escrita por Lemmy que expresa independencia emocional y rechazo al
conformismo. No olvidemos que esta canción obtuvo un Grammy por su versión en
vivo, incluida en el injustamente infravalorado Live & Loud.
Es
imposible no conmoverse al escuchar la bellísima “Mama, I’m Coming Home”, más
aún ahora que Ozzy ha pasado a mejor vida. Ya fue difícil contener la emoción
en su concierto de despedida, cuando el “Madman” la interpretó con la voz
quebrada por los sentimientos. Se trata de una joya de Country-Rock basada en
una demo acústica escrita por el propio Ozzy, con letra de Lemmy. Una pieza
melancólica y confesional en la que agradece a su inseparable Sharon el apoyo
brindado durante sus momentos más oscuros. Vulnerabilidad pura envuelta en una
épica suave.
Las
pulsaciones se disparan nuevamente con la poderosa “Desire”, un hard rock de
lírica cargada de sensualidad (Lemmy era un maestro del doble sentido),
construido sobre una base instrumental hipnótica que permite a Ozzy desplegar
toda su rabia y provocación. El estribillo es una joya oculta. Nunca entendí
por qué esta canción quedó relegada a un segundo plano dentro de su repertorio.
La
homónima “No More Tears” es sin duda una de las grandes joyas del álbum. Desde
el inicio, su línea de bajo envolvente —obra de Mike Inez— atrapa al oyente. La
canción se despliega en capas: versos atmosféricos, estallidos guitarreros, un
interludio dramático con tintes progresivos, y un estribillo trabajado con
arreglos de teclado. La letra describe la mente metódica de un asesino. El solo
final de Wylde es largo, emotivo, y cierra el tema de forma magistral.
Menos
conocida pero igual de impactante es “Won’t Be Coming Home (S.I.N.)”, un tema
opresivo, con un enfoque más contemporáneo, que Ozzy canta con precisión,
apoyado por voces dobladas que le otorgan un carácter más accesible. La letra
explora la angustia de una mente asediada por visiones y voces inquietantes,
personificadas como una sombra nocturna que clama por alivio y rescate mental.
Otro
clásico del álbum es “Hellraiser”. Este cañonazo, coescrito junto a Lemmy y
Zakk, te atrapa desde el primer riff contundente. Tras unos versos pegadizos,
desemboca en un estribillo altamente coreable. “Hellraiser” se convirtió en un
himno tanto para Ozzy como para Motörhead (quienes la grabaron en su disco March
ör Die). Su fuerza reside en la inmediatez: un grito de guerra para quienes
viven sin pedir perdón.
Aunque
suele quedar eclipsada por “Mama I’m Coming Home” y la posterior “Road to
Nowhere”, “Time After Time” también posee esa elegancia lacrimógena que
distingue a las baladas de Ozzy. En este caso, el “Madman” aborda el desamor
con una de sus interpretaciones más tiernas, aunque no sea un tema
especialmente reconocido.
Durante
casi siete minutos, “Zombie Stomp” se presenta como uno de los cortes más
divisivos del disco. Con una estructura sólida y ritmo errático (mérito de la
percusión de Castillo y el bajo omnipresente de Inez), no es de digestión
fácil, pero ofrece elementos muy disfrutables, como los riffs de aire groove
metal que introduce Wylde o la potente letra sobre la autodestrucción
causada por las adicciones.
“A.V.H.”,
acrónimo de Aston Villa Highway (una broma interna sobre su equipo de
fútbol y los excesos en la carretera), ofrece un rock acelerado con aroma a
Sunset Strip. Quizás sea el momento menos trascendente del disco, pero el solo
de Wylde aquí podría estar entre los mejores del LP.
El
álbum concluye de forma especial con “Road to Nowhere”, otra balada impecable y
confesional sobre el paso del tiempo, las pérdidas y los errores cometidos.
Ozzy hace balance sin caer en la autocompasión, con una resignación serena. La
progresión musical es simple pero efectiva, y el “Madman” brilla con esos
agudos que cortan el alma. Es un cierre que suena a despedida… aunque entonces
no sabíamos que aún tenía mucho más por ofrecer.
CONCLUSIÓN
No
More Tears no es
solo uno de los grandes discos de Ozzy Osbourne: es un álbum que ha envejecido
con dignidad, fuerza y corazón. Lo tiene todo: letras honestas (en gran parte
gracias a Lemmy), instrumentación poderosa (con Zakk, Randy y Mike en estado de
gracia), y una producción equilibrada que nunca suena artificial. No fue
únicamente un éxito comercial: fue catarsis, testamento emocional y también
reafirmación. Este disco demostró que el metal podía ser maduro y elegante sin
perder su actitud esencial.
Hoy,
al decir adiós a Ozzy, No More Tears se vuelve más necesario que nunca.
Porque fue ahí donde, sobrio por primera vez en décadas, se miró al espejo y
decidió no cambiar el mundo… pero sí cambiarse a sí mismo. Escucharlo ya no es
solo un acto de nostalgia: es reencontrarse con el alma de un artista que no se
guardó nada.
Gracias
por tanto, maestro.
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