Después de “The Dark Side of the Moon” (1973), Pink Floyd se consolidó como una de las bandas más influyentes del planeta. El álbum permaneció varios años en las listas de ventas (pocos pueden presumir de semejante hazaña), despachó millones de copias y convirtió al grupo en un fenómeno cultural. Sin embargo, aquella fama descomunal trajo consigo una profunda crisis interna. La presión por mantener el éxito resultó asfixiante, y los músicos comenzaron a sentir una creciente distancia respecto a la industria y a su propio público. Roger Waters, cada vez con mayor control creativo, percibía que la música perdía su esencia en favor del negocio.
En ese
ambiente turbulento pero aún próspero nació “Wish You Were Here”. Elaborado
principalmente en los Abbey Road entre 1974 y 1975, el proceso fue arduo: los
ensayos eran tensos y la inspiración aparecía a trompicones. El grupo incluso
probó material en vivo (durante la gira de 1974 ya interpretaban esbozos de
“Shine On You Crazy Diamond”), algo inusual, pues necesitaban comprobar si sus
nuevas ideas funcionaban ante una audiencia en constante expansión.
De ese
modo, el concepto general del álbum cristalizó en torno a dos ejes: la
alienación dentro de la maquinaria musical y la melancolía, esta última
encarnada en la figura de Syd Barrett, cuyo derrumbe mental dejó una cicatriz
imborrable. La célebre anécdota de su visita al estudio durante la grabación de
“Shine On You Crazy Diamond” terminó de sellar la dirección del proyecto.
Encontrar a su viejo amigo irreconocible —rapado, deteriorado y perdido—
confirmó que el disco debía girar en torno a él: un homenaje a su genio y, al
mismo tiempo, a la tristeza de su ausencia.
Musicalmente,
el álbum refleja esa nostalgia a través de un sonido más introspectivo y
atmosférico que el de su predecesor, menos pendiente de ganchos inmediatos y
más de climas emocionales. Mientras “The Dark Side of the Moon” abordaba la
locura, el tiempo y la vida moderna en un plano casi universal, “Wish You Were
Here” se muestra como un trabajo más íntimo y personal, en el que Waters,
Gilmour, Wright y Mason hablan desde su propia experiencia y desde su vínculo
con Barrett.
El arte de
Storm Thorgerson (Hipgnosis) se convirtió en uno de los más icónicos del rock.
La imagen central muestra a dos hombres estrechándose la mano en un estudio de
Hollywood, mientras uno de ellos arde en llamas. La foto simboliza el
“quemarse” tanto en lo creativo como en lo humano, reflejando la alienación y
el trato frío de la industria musical. La sesión fue real: el especialista
Ronnie Rondell se prendió fuego protegido por un traje ignífugo. Como detalle
trágico, otro stuntman participante, Danny Rogers, falleció años después en un
accidente, lo que añadió aún más aura mítica a la portada. Además, el disco
apareció envuelto en plástico negro opaco, de manera que el comprador no podía
ver la carátula hasta abrirlo, reforzando así la idea de lo oculto y lo
ausente.
El viaje
comienza con una de las piezas más majestuosas del Rock Psicodélico: “Shine On
You Crazy Diamond (Pts. I–V)”. Durante más de trece minutos, la banda rinde
tributo a Syd Barrett, el “diamante loco” de los primeros días. Tras dos
minutos de etéreos sintetizadores, la guitarra de Gilmour se eleva con un
punteo extenso que desemboca en uno de los fraseos más simples y hermosos de la
historia, basado en solo cuatro notas convertidas en sinónimo de añoranza. La
letra de Waters funciona como elegía y homenaje para un Barrett que, aunque
seguía con vida, ya estaba completamente perdido por las drogas. Versos como
“Recuerda cuando eras joven, brillante como el sol... brilla, diamante loco”
reflejan el dolor de un cuarteto incapaz de aceptar el naufragio de su antiguo
compañero. La magnitud de este tema, y la entrega de un Gilmour desatado tras
la guitarra, resultan difíciles de describir (para mí, sus solos aquí no tienen
nada que envidiar a los de la también sublime “Comfortably Numb”, aunque eso ya
depende del gusto de cada oyente).
A
continuación irrumpe la monumental “Welcome to the Machine”, una crítica feroz
a la industria musical construida sobre una atmósfera opresiva de
sintetizadores de Richard Wright y ruidos mecánicos que evocan deshumanización.
El tono distante, casi robótico, de la voz de Waters intensifica aún más la
idea de un negocio que devora la creatividad. El contraste con la calidez de
“Shine On” es brutal y glorioso. Los arreglos de guitarra acústica de Gilmour,
repletos de arpegios y punteos imposibles, flotan sobre un océano de teclados
con una riqueza indescriptible.
Con apenas
cinco minutos, “Have a Cigar” conquista al oyente con su energía rockera y su
groove contagioso. Bajo ese disfraz accesible, la banda dispara contra
ejecutivos que ven en la música simples cifras y no arte (“¿Cuál de vosotros es
Pink?”). Curiosamente, ni Waters ni Gilmour ponen la voz: fue Roy Harper quien
la grabó, aportando su timbre inconfundible. Waters había forzado sus cuerdas
vocales durante los coros de “Shine On…” y Gilmour sentía que el tema no se
adaptaba a su registro, por lo que Harper —que también trabajaba en Abbey Road—
aceptó el reto. El punto álgido, sin embargo, lo marca de nuevo el extenso y
punzante solo de Gilmour, recordándonos por qué su guitarra ocupa un lugar
privilegiado en la historia.
Después
llega el turno de la emotiva “Wish You Were Here”, una de las baladas más
célebres del rock. El inconfundible riff acústico de Gilmour y la letra íntima
de Waters, centrada en la ausencia pero también en la desconexión humana, nos
golpean con una fuerza devastadora. Su sencillez contrasta con la densidad del
resto del álbum, y precisamente por ello resplandece con un poder emocional
arrollador. Solo queda sentarse y dejarse llevar.
El cierre
llega con la segunda parte de la suite: “Shine On You Crazy Diamond (Partes
VI–IX)”. Aquí la banda explora territorios más variados, desde pasajes de blues
hasta atmósferas espaciales que transmiten grandeza y desolación. Gilmour
despliega un arsenal de solos y efectos, mientras Wright se luce al teclado. El
fade-out final, casi espectral, da la sensación de que Barrett —y todo lo que
representaba— se desvanece poco a poco, alejándose para siempre.
CONCLUSIÓN
Parecía
una misión imposible que el sucesor de una obra maestra como “The Dark Side of
the Moon” no defraudara a unos seguidores con expectativas desbordadas. Sin
embargo, los Pink Floyd de los setenta eran una máquina imparable y, como un
Rey Midas, todo lo que tocaban se transformaba en oro. “Wish You Were Here” no
solo evitó la senda comercial de algunos pasajes de “The Dark Side of the
Moon”, sino que convirtió la introspección y el dolor en arte imperecedero. Su
fusión de crítica social, experimentación sonora y emoción genuina lo ha
consagrado como una de las cumbres del Rock Progresivo.
Cincuenta
años después, sigue siendo un referente absoluto: homenaje eterno a Syd
Barrett, advertencia sobre el precio de la fama y, sobre todo, un canto a la
humanidad perdida en tiempos convulsos. Con su portada legendaria, su anécdota
estremecedora y sus canciones inolvidables, “Wish You Were Here” no es
únicamente un disco: es un legado.
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