La calurosa noche del 5 de julio en Madrid es de esas que quedarán grabadas para siempre en mi memoria. Tener la fortuna de ver por tercera vez a mi banda favorita de todos los tiempos —y además en primera fila— ha sido lo más parecido a cumplir un sueño.
Como
decía, el sábado 5 de julio de 2025, la capital de España fue testigo de un
auténtico ritual: una ofrenda al fuego sagrado del heavy metal y a la historia
viva que Iron Maiden sigue escribiendo, cincuenta años después de que esta
aventura comenzara en el East End londinense. Lo que ocurrió en el escenario
fue la suma de muchas emociones: el pulso implacable de la nostalgia, la
intensidad del reencuentro, el vértigo del cambio y la certeza de seguir
formando parte de algo que trasciende lo meramente musical. Fue historia en
presente continuo.
Este
tour —el de su 50º aniversario— no es uno cualquiera. No se trata de una simple
gira de grandes éxitos ni de una despedida (aunque inevitablemente sabemos que
el adiós se intuye cada vez más cercano). Es una especie de autobiografía
sonora que recorre la médula de su discografía, desde el debut crudo y directo
de Iron Maiden (1980) hasta la oscuridad épica de Fear of the Dark (1992). Cada
canción, cada riff, cada montaje escénico parecía elegido con precisión
quirúrgica para recordarnos de dónde venimos, lo que Maiden representa para
millones de personas y cómo es posible seguir siendo relevantes tras cinco
décadas sin traicionar un ápice de su esencia.
No
ha estado exenta de polémica, eso sí. Desde el arranque de la gira, una parte
del público ha mostrado cierta reticencia ante un cambio estético importante:
Iron Maiden ha dejado de lado sus icónicas lonas pintadas a mano —símbolo
visual de sus giras durante décadas— para apostar por una puesta en escena
totalmente digital, con pantallas de altísima definición que acompañan cada
tema con visuales impactantes, simbólicos e incluso cinematográficos. Aunque
pesa la tradición, he de decir que esta modernización me parece no solo
comprensible, sino necesaria. La calidad y coherencia de los vídeos no le
restan épica al espectáculo; la transforman. Le otorgan una nueva dimensión.
Maiden no deja de ser Maiden por cambiar el soporte: simplemente ha encontrado
otra manera de proyectar su universo visual.
Pero
la renovación no ha sido solo estética. Esta gira marca también la primera sin
Nicko McBrain a la batería, un golpe duro para cualquier fan de corazón. Nicko,
con su estilo inconfundible —que le ha convertido en uno de los grandes
baterías del género— y su carisma desbordante, ha sido durante años el
metrónomo viviente del grupo. Sin embargo, su ausencia no ha vaciado el alma
del espectáculo. Simon Dawson, su sustituto, ha logrado desde los primeros
conciertos disipar las dudas y ganarse al público con una interpretación tan
firme como respetuosa. En lugar de imitar al inimitable McBrain, ha optado por
aportar su propia impronta rítmica: más seca, más directa (me recuerda más al
eterno Clive Burr que a Nicko), pero con el mismo pulso feroz que define el
sonido de Maiden. Es cierto que ha tenido algún tropiezo puntual, como en el
complejo redoble de inicio de “Murders in the Rue Morgue”, uno de los momentos
más exigentes del setlist, pero hay algo profundamente admirable en cómo ha
encarado ese reto noche tras noche, corrigiendo, afinando, creciendo. No es
fácil tomar el relevo de una leyenda ante decenas de miles de personas. Y
probablemente, más que fallos técnicos, esos deslices respondan al peso del
momento. Lo que sí ha quedado claro es que su compromiso y su respeto por el
legado han sido la mejor forma de homenajear a su predecesor.
A
nivel personal, como decía al inicio, esta era mi tercera cita con Maiden, pero
sin duda ha sido la más especial gracias al privilegio de vivir el concierto
desde primera fila gracias al concurso First to the Barrier que organiza el
club de fans oficial. Por si fuera poco, estoy escribiendo estas líneas camino
de Lisboa, donde repetiré la experiencia apenas 24 horas después. Seguirlos dos
noches consecutivas es como estirar el tiempo, como negarse a que esto se
acabe. Porque, seamos honestos, una parte de nosotros teme que estas sean las
últimas veces. Antes de pasar al análisis musical, quiero destacar un gesto de
humanidad que engrandece aún más a la banda: la distribución masiva de botellas
de agua entre los asistentes de las primeras filas para combatir la
insoportable ola de calor que azota España. Un simple detalle, pero enorme en
significado.
Antes
de que La Doncella hiciera temblar los cimientos del estadio, tuvimos un brutal
aperitivo con los suecos Avatar, banda que me fascina y que lleva más de una
década labrándose un lugar en la escena del metal. Este quinteto se estrenaba
en Madrid como telonero (Halestorm y The Raven Age lo habían hecho en fechas
anteriores) y, quizás por ello, se lanzaron con más hambre que nunca. Su
combinación de teatralidad macabra, riffs afilados y la magistral
interpretación de Johannes Eckerström —uno de los vocalistas más versátiles y
carismáticos del metal actual— dejó al público boquiabierto. Su set se nos hizo
corto, con ocho auténticos cañonazos entre los que destacaron clásicos como
“Hail the Apocalypse”, “The Eagle Has Landed” o “Smells Like a Freak Show”,
junto a temas más recientes como “Dance Devil Dance” o “Captain Goat”, su
último single. También presentaron una pieza inédita, aparentemente titulada
“In The Airwaves”, que formará parte de su próximo álbum y que promete ser uno
de los mejores temas que escuchemos en este 2025. En apenas 45 minutos, Avatar
dejó claro que su lugar en el metal contemporáneo no es fruto del azar.
Y
entonces… la oscuridad se apoderó del estadio. El Metropolitano estalló en
júbilo cuando por megafonía comenzó a sonar el inconfundible “Doctor Doctor” de
UFO, el tradicional preludio de cada concierto de Maiden. Segundos después, la
pantalla LED cobró vida y “The Ides of March” desató la locura. Con ella,
arrancó el eterno Killers y, con la versión de Eddie de ese álbum proyectada,
se escucharon los arpegios de lo que sería el primer tema de una noche
inolvidable. Un redoble impecable, un fogonazo de pirotecnia, y Maiden irrumpe
en escena con “Murders in the Rue Morgue”. La maquinaria se activó sin vuelta
atrás. Ante un estadio abarrotado, la banda se mostró en plena forma, con una
ejecución brillante y varias certezas: Bruce Dickinson canta mejor que en la
gira anterior (¿¡cómo lo hace!?), Simon Dawson cumple con creces, y el trío de
guitarras junto a Steve Harris siguen siendo tan demoledores como siempre.
Con
Madrid completamente rendido, el grupo mantuvo el ritmo con otros dos clásicos
de “Killers”: “Wrathchild” y la homónima “Killers”, donde Dickinson nos dejó
sin aliento con un par de gritos que desafiaron al tiempo. Tras este viaje por
ese Metal primigenio de tintes punk que impregnaba sus dos primeros discos —y
que sirvió para rendir homenaje al eterno Paul Di’Anno—, Bruce saludó
calurosamente al público (llegando incluso a probarse unas gafas lanzadas por
un fan) y presentó oficialmente a Simon Dawson, recibido con una sonora
ovación. Fue entonces cuando la teatralidad de “Phantom of the Opera” se adueñó
del escenario, deslumbrando al público con una ejecución PERFECTA, en especial
durante ese complejo interludio instrumental que siempre me ha parecido uno de
los momentos más técnicamente sublimes en toda la historia del grupo.
En
un setlist que se propuso repasar grandes clásicos, no podía faltar “The Number
of the Beast”, rescatado para esta gira tras ausentarse del “Future Past Tour”.
Fue recibido con la misma euforia que hace cuarenta años, con el emblemático
grito de Bruce y un estribillo coreado por cada una de las almas presentes,
invocando al demonio con su ya legendario 666. Otro de los grandes aciertos del
repertorio fue recuperar “The Clairvoyant”, uno de los temas más accesibles del
glorioso y experimental “Seventh Son of a Seventh Son”. Desde el primer golpe
del bajo de Harris, Madrid celebró al unísono una canción que alcanzó niveles
altísimos tanto en lo sonoro como en lo visual. Algo similar ocurrió con la
siempre efectiva “Powerslave”, cuya aura mística sepultó al Metropolitano bajo
una proyección piramidal que evocó, de forma renovada, la estética del
legendario “World Slavery Tour”.
Sin
abandonar el universo de “Powerslave”, Adrian Smith desató el caos con el riff
inicial de “2 Minutes to Midnight”, donde la banda volvió a acelerar a fondo,
logrando una simbiosis perfecta con una multitud que se dejó la voz en su
inolvidable estribillo. Y entonces… llegó una de las joyas absolutas de la
noche. Juro que una de mis grandes espinas como fan era no haber escuchado en
directo esa epopeya lírica y musical que es “Rime of the Ancient Mariner”, que,
en lo personal, es mi tema favorito de Maiden. Tras una divertida introducción
de Bruce recordando su célebre frase del “Live After Death” (“This is what not
to do if a bird shits on you”), la banda nos sumergió en una versión magistral
de más de diez minutos en la que lo dieron todo. Dickinson rugió como en sus
mejores días, arropado por una sección instrumental que no ha perdido un ápice
de magia. Tras el pasaje atmosférico y la narración del célebre poema de
Coleridge, la pirotecnia explotó con el agudo memorable de Bruce, mientras el
trío de guitarras firmaba uno de los solos más sobrecogedores de la historia
del Heavy Metal. El viejo marinero volvió a surcar los mares, y fue imposible
no dejarse arrastrar por esa marea de épica pura.
La
segunda mitad del show no decayó en absoluto. Al contrario: incluyó más himnos
que sorpresas, aunque no faltaron los momentos especiales. Para empezar, Simon
Dawson clavó la icónica intro de “Run to the Hills”, con la que la banda
incendió el estadio con su ritmo galopante y un estribillo convertido ya en
estandarte del género. Otra de las grandes noticias fue el regreso de “Seventh
Son of a Seventh Son”, esa joya progresiva de estructura intrincada, atmósfera
sobrenatural y ambición sin parangón. Era una de las más esperadas por la
hinchada, y la banda no decepcionó: interpretación fiel, sonido envolvente y un
Bruce que volvió a demostrar que el tiempo, simplemente, no va con él. Incluyo
entre los mejores momentos de la noche esa nota sostenida durante casi 20
segundos al final del estribillo, que arrancó una ovación ensordecedora.
Tampoco puedo pasar por alto a mis adorados Adrian Smith y Dave Murray, quienes
bordaron el solo técnico y celestial que corona este tema, dejándome
boquiabierto como si fuera la primera vez.
A
partir de aquí, la banda puso el piloto automático y nos arrolló con una
catarata de clásicos. “The Trooper” desató la locura, con Bruce ondeando tanto
la bandera británica como la española, mientras sus compañeros descargaban una
versión gloriosa del tema. Luego llegó uno de mis momentos favoritos: la
dramática y exquisita “Hallowed Be Thy Name”, con Dickinson encarnando al
prisionero condenado desde el interior de una celda. Como la primera vez que la
escuché, siendo apenas un niño de 7 u 8 años, volvió a despertarme esa
fascinación única. Antes del falso final, “Iron Maiden” sirvió como golpe de
efecto con Eddie dominando la pantalla mientras la banda nos hechizaba una vez
más con su energía inagotable.
El
tramo final —el de los bises— fue sencillamente apoteósico. “Aces High”, con el
discurso de Churchill como prólogo, trajo de vuelta a un Bruce incendiario,
enfrentándose a una de las canciones más exigentes del repertorio sin mostrar
el más mínimo atisbo de fatiga. Con la afición completamente entregada, el
Metropolitano se sumergió en la oscuridad para que “Fear of the Dark” desatara
un coro gótico, un canto masivo de miles de gargantas que acompañaron a un
Dickinson engalanado para la ocasión. No faltó la legendaria interacción con el
público ni los épicos solos que caracterizan esta pieza. Finalmente, “Wasted
Years” cerró la noche con esa mezcla agridulce de nostalgia y gratitud. Porque
sí, hemos vivido años desperdiciados... pero también hemos vivido noches como
esta. Y eso lo compensa todo.
CONCLUSIÓN
A
estas alturas, hablar de Iron Maiden es hablar de algo más grande que una
banda. Es hablar de un legado, de una hermandad global, de una institución
cultural que ha trascendido generaciones y fronteras. Lo de anoche en el
Metropolitano fue mucho más que un concierto: fue una celebración comunal de la
resistencia, la fidelidad y el poder eterno del Heavy Metal. Un ritual
compartido por más de 70.000 almas que se dejaron la voz, el cuello y el
corazón en cada verso, en cada riff, en cada estallido de fuego y emoción.
Y
si alguien tenía dudas sobre su vigencia, que se quite la venda de los ojos.
Iron Maiden está en plena forma. No importa que sus miembros ronden o superen
los setenta. Lo de Bruce Dickinson es, directamente, de otro planeta: actúa,
corre, interactúa, domina el escenario como un dios escénico… y canta mejor que
en la mayoría de sus años 2000. Harris, eterno capitán, sigue liderando con
autoridad; Murray, Smith y Gers firman una sinergia única entre técnica,
carisma y melodía. Y Simon Dawson, el nuevo en la ecuación, ha encajado a la
perfección: sobrio, firme y respetuoso con el legado de Nicko McBrain, al que
se rindió un sentido homenaje en las pantallas. Todo esto sin mencionar a
Eddie, siempre presente, siempre mutante, siempre eterno.
Anoche,
Madrid no solo fue testigo de un concierto perfecto: fue testigo de un fenómeno
cultural vivo que sigue escribiendo páginas gloriosas en la historia de la
música. Iron Maiden no envejece, evoluciona. No repite fórmulas, reafirma su
identidad. No se despide… porque jamás se ha ido.
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