Hay figuras que no desaparecen: mutan, resucitan, evolucionan… y brillan con una luz que trasciende lo terrenal.
Con
su reciente retirada de los escenarios y aquel último concierto junto a Black
Sabbath en Birmingham, el círculo por fin se cerró. Ni siquiera el avanzado
Párkinson que padece fue capaz de impedir que Ozzy Osbourne se despidiera de su
público como lo que es: un gigante del Heavy Metal. No solo por su papel en
Sabbath, sino también por su impresionante trayectoria en solitario. Y ningún
álbum simboliza mejor ese primer paso independiente que Blizzard of Ozz (1980),
una obra surgida del caos absoluto, que suena como revancha, renacimiento y
prueba irrefutable del genio de un hombre que, tras ser expulsado de la banda
con la que definió el género y haber coqueteado con la muerte por culpa de las
adicciones y la desesperanza, firmó uno de los discos fundamentales para
entender el Heavy Metal de los 80… y su figura más allá del mito.
En
1979, Ozzy fue apartado de Black Sabbath, inmerso en una espiral
autodestructiva. Mientras sus excompañeros sumaban a Ronnie James Dio y daban
forma a una joya como Heaven and Hell, Ozzy se encontraba al borde del colapso.
Pero entonces apareció, como un ángel de la guarda, su mánager y futura esposa
Sharon Arden (más tarde Sharon Osbourne), quien decidió acompañarle en su hora
más oscura y logró convencerle de formar una nueva banda. Así nació el embrión
de Blizzard of Ozz, inicialmente concebido como el nombre del grupo. Comenzó
entonces la búsqueda de músicos, entre los que destacaron el bajista Bob
Daisley (Rainbow) y el batería Lee Kerslake (Uriah Heep), con quienes empezó a
dar forma al que sería su debut en solitario. No obstante, la pieza clave para
que todo esto desembocara en algo verdaderamente especial fue un nombre propio:
RANDY RHOADS.
Este
joven guitarrista, de formación clásica y un estilo inconfundible, había
captado la atención de Ozzy por su trabajo con la incipiente banda californiana
Quiet Riot (que poco después lograría el número uno con Metal Health). Su
virtuosismo y sensibilidad marcaron el sonido de los dos discos que grabó con
Osbourne antes de que un trágico accidente de avioneta segara su vida y a uno
de los talentos más prometedores de la historia.
¿Y
qué decir de la icónica portada del álbum? Una auténtica declaración de
intenciones. Ataviado con una túnica roja y empuñando un crucifijo, Ozzy se
arrastra por el suelo de una mansión sombría, con una expresión entre
desafiante y teatral. La imagen, ideada por Sharon, fusiona horror gótico,
teatralidad glam y provocación, encapsulando la estética que marcaría gran
parte de su carrera visual. Una representación perfecta de ese “nuevo profeta
del metal” emergiendo de las ruinas, como si resucitara de su propia tumba.
El
disco arranca con fuerza gracias al impacto inmediato de “I Don’t Know”, con
ese riff inicial de Rhoads que golpea con contundencia y establece una clara
declaración de principios. A pesar de sus problemas personales, la voz de Ozzy
suena tan clara y firme como en sus años con Sabbath, interpretando con alma y
determinación una canción rematada por un solo deslumbrante de Rhoads, que
desde este primer corte impone su huella. La letra funciona como una respuesta
honesta a las grandes preguntas existenciales, dejando de lado cualquier sermón
para simplemente admitir que él no tiene las respuestas.
ALL
ABOARD!!!!!!!! En segundo lugar llega un himno eterno del género: “Crazy
Train”. La pieza, construida sobre un riff monumental, avanza hacia una
estructura más accesible y radiable, culminando en un estribillo glorioso que
todos hemos gritado hasta quedarnos sin voz. El tema describe el caos del mundo
moderno durante la Guerra Fría, pero también posee un matiz autobiográfico,
aludiendo a lo cerca que Ozzy estuvo de “descarrilar” debido a sus excesos. El
solo de Rhoads es uno de los más emblemáticos de su carrera: una descarga de
virtuosismo en forma de notas punzantes disparadas a toda velocidad.
Tras
ese inicio explosivo, “Goodbye to Romance” baja el ritmo y nos ofrece una
balada melancólica, claramente influenciada por los adorados Beatles de Ozzy.
El vocalista escribió esta pieza como una despedida emotiva de sus años con
Black Sabbath. El bajo de Bob Daisley cobra aquí especial protagonismo,
marcando un pulso firme mientras se desliza entre registros graves y agudos,
perfectamente entrelazado con las elegantes líneas de guitarra de Rhoads, quien
vuelve a brillar con un solo, no por su velocidad, sino por su lirismo y
emotividad.
Después
llega la delicada “Dee”, una breve instrumental con ADN clásico que Randy
improvisó en una sola toma, dedicada a su madre (cuenta la leyenda que Sharon
insistió en incluirla para mostrar el lado más puro del guitarrista). Es
entonces cuando irrumpe la polémica con “Suicide Solution”, un clásico crudo y
potente, cimentado sobre riffs sólidos y transiciones brillantes. La canción,
escrita tras la muerte de Bon Scott (AC/DC), es una confesión de Ozzy sobre sus
propias adicciones y el riesgo mortal que conllevan. No obstante, el tono
sarcástico de la letra y su título llevaron a interpretaciones erróneas que
derivaron en acusaciones de incitación al suicidio.
Es
momento de otro de los grandes temas de Ozzy: la inmortal “Mr. Crowley”. Una
joya dramática y envolvente, adornada por teclados misteriosos (chapó por Don
Airey) y dedicada al ocultista Aleister Crowley. La pieza suena como una misa
negra teatral, con Ozzy interpretando con una intensidad casi sobrenatural, y
por supuesto, con uno de los solos más legendarios jamás compuestos, donde
Rhoads impone un tono neoclásico que eleva aún más esta obra maestra. Cinco
minutos de elegancia oscura y belleza sin igual. Tras leer un libro sobre
Crowley, Ozzy quiso reflejar su fascinación por el misticismo y el ocultismo,
más desde una perspectiva estética que espiritual.
Probablemente
la canción más floja del álbum sea “No Bone Movies”. Su tono ligero y
desenfadado rompe con la atmósfera oscura y sofisticada del resto del disco,
optando por un rock festivo que recuerda a “Rock and Roll Doctor” de Sabbath.
El hecho de que fuese el último tema escrito bajo presión por parte de la
discográfica tampoco ayuda. La letra, cargada de sarcasmo, aborda el consumo de
porno y el hedonismo excesivo de la sociedad.
Aunque
ha quedado algo relegada por el paso del tiempo, “Revelation (Mother Earth)” es
una de las composiciones más ambiciosas de la carrera solista de Ozzy. Con más
de seis minutos de duración, ofrece una estructura cambiante, intensa, con
secciones instrumentales que rozan el Rock Progresivo (bien podría haber estado
en Sabotage). Las guitarras y teclados alcanzan aquí un nivel sobresaliente,
especialmente en la segunda mitad, rica en solos. Ozzy aprovecha también para
desplegar una teatralidad expresiva con la que advierte sobre el estado del
planeta y la proximidad del apocalipsis.
“Steal
Away (The Night)” pone el broche final al disco de forma explosiva y luminosa.
Tras tanta densidad emocional, esta canción suena a desahogo. Es directa,
rápida y pegadiza, como si Ozzy nos dijera: “Ya te mostré mis demonios… ahora
vámonos de fiesta”. Su ritmo contagioso la convirtió en una de las más
celebradas del LP.
CONCLUSIÓN
Blizzard
of Ozz no solo rescató la carrera de Ozzy Osbourne: definió una nueva forma de
entender el Heavy Metal en los 80, más emocional, melódica y sin perder fuerza.
Gracias al genio de Randy Rhoads, Ozzy construyó una identidad sonora propia,
más allá de Sabbath. La producción de Max Norman supo captar ese delicado
equilibrio entre oscuridad, sensibilidad y locura.
Hoy,
con su despedida definitiva y un legado irrepetible, es justo volver la mirada
a este álbum que marcó su renacer. Blizzard of Ozz es un milagro surgido desde
el borde del abismo, una obra que fusiona demonios personales con genialidad
artística, y que coronó a Ozzy, no como “el ex de Black Sabbath”, sino como el
Príncipe de las Tinieblas sentado en su propio trono.
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